sábado, 29 de diciembre de 2012

El cantor de Tango

Inicia el siglo XX, en el imaginario colectivo el cambio de siglo traería progreso, desarrollo tecnológico y bienestar.  Pocos se imaginaron lo que el nuevo siglo traería para Argentina, uno de los países que le apostó a la aplicación disciplinada de los dictados del Consenso de Washington, los cuales fueron introducidos primero por la vía de las dictaduras, y luego, a través del neopopulismo de Carlos Saúl Menem.  La época del llamado “corralito”, que refleja una de las mayores crisis económicas y financieras de la historia de Argentina, es el telón de fondo para el desarrollo de El cantor de Tango, una novela de Tomás Eloy Martínez en la que recrea los tiempos convulsos que se viven en Buenos Aires, al tiempo que dibuja la belleza de una ciudad como pocas en América Latina.

Bruno Cadogan, es el narrador en primera persona de esta historia, que es un homenaje a la ciudad de Buenos Aires.  A propósito de su tesis doctoral e inspirado en los poemas de Jorge Luis Borges, Bruno decide acometer la empresa de búsqueda del extraordinario cantor de tango Julio Martel.  No es un intérprete cualquiera, su voz es descrita como sobrenatural (16), conmovedora, mágica, poderosa (43), “la voz destellaba sola, como si no existiera otra cosa en el mundo, ni siquiera el bandoneón de fondo que la acompañaba” (43). 

Estéfano Esteban, el verdadero nombre de Julio Martel, es un hombre atravesado por el dolor. El sufrimiento físico le acompaña desde la infancia y le impide emular a su ídolo Carlos Gardel.  Martel parece su parodia, defecto que compensa con su voz,    
     
Observaba su cuerpo enclenque en el espejo y le ofrecía a Dios todo lo que era y todo lo que alguna vez podía ser con tal que asomara en él algún ademán que le recordara al ídolo (…) Estéfano tenía los labios gruesos y el pelo enrulado e hirsuto.  Cualquier semejanza física con Gardel era imposible de alcanzar (…)  (30 – 31)

Tal vez sus ademanes fueran una parodia de los que se veían en las películas del cantor inmortal.  Pero la voz era única.  Alzaba vuelo por su cuenta, desplegando más sentimientos de los que podían caber en una vida entera  y, por supuesto, más de los que dejaba entrever con modestia el tango de Celedonio Flórez (37).

La búsqueda del cantor se convierte en un objetivo fijo, obsesivo para Cadegan, quien empieza a rastrear a Martel en cafés, burdeles, librerías, plazas, todo sitio en el que supo que el cantor se presentó o pudo presentarse.  Pero es un objetivo escurridizo, impredecible, inasible.  El cantor jamás ha grabado una sola estrofa.  No quiere mediadores entre su voz y el público (17).  Después de cantar un tiempo en milongas y cantinas, su enfermedad le obliga a abandonar las presentaciones regulares, y empieza un cantar itinerante, cuando y en donde le daba la gana; “se presentaba  en lugares inusuales, que no tenían interés especial para nadie o que quizá dibujaban un mapa de otra Buenos Aires” (43).

La cuestión es encontrar la clave que permita desentrañar la lógica de las presentaciones solitarias del cantor.  Más aún, esta tarea recuerda a Itaca de Kavafis, en la que lo encontrado en el camino es más importante que el viaje.   En su recorrido, el narrador no solo descubre la belleza de la ciudad de Buenos Aires, cuyo prejuicio la igualaba a Kuala Lumpur, sino que cree haber encontrado un tesoro inigualable el Aleph, la esfera del cuento de Borges que es el espejo y centro de todas las cosas, en el cual todo confluye y se refleja, a la vez y sin sobreposición.  Resulta por demás curioso, que de todos los objetivos posibles, Cadegan espere encontrar el aleph para ver las dos fundaciones de Buenos Aires, así como oír a Martel en todas sus presentaciones y saber con antelación el momento que podrían encontrarse para hablar (232).  Finalmente, y tal vez por algo menos de tres segundos, Cadegan logra lo que creía imposible, escuchar la voz del cantor, una voz moribunda, que seguramente sería algo parecido a un susurro pronunciado con el último aliento de vida. 

Pero una de las revelaciones más hermosas que llegó a las manos del narrador, fue la comprensión sobre la causa de los cantos solitarios de Martel.  Su itinerario estaba definido por los crímenes cometidos en la ciudad de Buenos Aires: su canto frente al centro de torturas que se conoció como Club Atlético en la esquina de Paseo Colón y la calle Garay; frente a la mutual judía en la Calle Pasteur donde en 1994 un camión de explosivos dejo un saldo de 86 muertos; en la esquina de Carlos Pellegrini y Arenales donde una cuadrilla policial asesinó en 1979 al diputado Rodolfo Ortega Peña; frente a la antigua fábrica metalúrgica de Vasena en el barrio San Cristóbal donde 30 obreros fueron asesinados por la policía en una huelga en 1919; en la Costanera Sur en memoria de un hombre arrestado por la policía entre 1978 y 1979 y arrojado vivo al Río de la Plata; en el parque Chas en memoria del amigo más querido; un canto a una pareja asesinada en un hotel a finales de los años sesenta, a un fusilado en el obelisco durante los primeros años de la dictadura…    

Era una lista que contenía un infinito número de nombres y eso era lo que más había atraído a Martel, porque le servía como un conjuro contra la crueldad y la injusticia que también son infinitas (249).”
  
La memoria de las ciudades

El libro de la risa y el olvido, que le valdría a Milan Kundera la privación de la ciudadanía por parte del gobierno de su país, tiene un pasaje conmovedor y fulminante por su crudeza y realidad.  Es febrero de 1948 en Praga y el líder comunista Klement Gottwald sale al balcón de un palacio para dirigirse a la multitud presente en la Plaza de la Ciudad Vieja.  Gottwald tenía la cabeza descubierta y su camarada Clementis lo protege del frío con su sombrero de piel.

 Cuatro años más tarde, a Clementis lo acusaron de traición y lo colgaron.  El departamento de propagando lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías. Desde entonces Gottwald está solo en el balcón. En el sitio en el que estaba Clementis aparece sólo la pared vacía del palacio.  Lo único que quedó de Clementis fue el gorro en la cabeza de Gottwald.  

La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.  (Kundera 9 - 10)    

Particularmente en contextos de violencia socio política, se ha cuestionado la elaboración de la historia desde el poder y la construcción de la memoria desde los victimarios.  Estas cuestiones, tienen un punto de partida reivindicativo, entender la verdad como un derecho cuya titularidad corresponde a los pueblos, y el esclarecimiento histórico como patrimonio  social.  Ahora bien, dado que la memoria normalmente ha sido explicada y entendida como el acto individual de retener recuerdos, muchos se preguntan si en el término “memoria colectiva” no existe una contradicción intrínseca.

Emile Durkheim ya había planteado a comienzos de siglo la noción de conciencia colectiva entendida como “el conjunto de creencias y sentimientos comunes al término medio de los miembros de una sociedad, que constituyen un sistema determinado que tiene vida propia”. Esta noción aunque cuestionada, dio lugar a los fundamentos sociológicos para que a mediados del siglo XX  con posterioridad a la II Guerra Mundial, se desarrollara el concepto de crímenes de lesa humanidad, entendidos como aquellas conductas que dada su gravedad y bienes que lesionan, ofenden a la conciencia ética de la humanidad, a ese conjunto de valores compartidos como la vida, la integridad personal, la dignidad humana.

Ahora, dado que se acepta que hay conductas que generan una afectación colectiva, se entiende que para que no vuelvan a ocurrir nunca más, para que hayas reales garantías de no repetición, se requiere que ciertos hechos sean reconstruidos y fijados en la conciencia colectiva como reprochables.  Con mayor intensidad, a partir de los años ochenta y en el contexto latinoamericano de retornos a las democracias, la preocupación se centró en recuperar la memoria como ejercicio político y jurídico.  A partir de ese momento y en particular en el cono sur, se empezó a hablar de informes, proyectos Nunca Más, monumentos, museos, elaboraciones centradas en la dimensión trágica de la violencia, que sustentan la creación de políticas de la memoria para reconstruir el pasado.  La finalidad de estos ejercicios, no consiste en traer al presente el doloroso pasado, sino sentar las bases para la construcción del futuro.      
 
La reconstrucción de la memoria de la violencia es un ejercicio intersubjetivo y colectivo, quienes recuerdan no son los grupos sociales, sino los individuos, pero en relación con otros, con la familia, la escuela, la sociedad.  Colectivo, porque si la función de recordar es solamente asignada a quienes vivieron un hecho traumático, se convierte en un reclamo monopólico individual, “aquí hay un doble peligro histórico: el olvido y el vacío institucional (…) que convierte a las memorias en memorias literales de propiedad intransferible e incomprensible[1].” 

El cantor de Tango


Sentencia el narrador de la obra de Tomás Eloy Martínez “en la Argentina existe la costumbre, ya secular de suprimir de la historia todos los hechos que contradicen las ideas oficiales sobre la grandeza del país (83)”.  El Cantor de Tango, es un homenaje a la memoria, a la reconstrucción de un pasado negado por la historia, a las miles de víctimas anónimas de la violencia socio política ejercida por el poder a  través de los siglos. 

Para Martel, Buenos Aires está hecha de su historia, en este caso violenta, y adentrarse en ella no es un acto de lectura o de investigación periodística o académica; el desentrañamiento de la memoria de la ciudad es un acto performativo, ocurre cada vez que la voz se eleva, cada vez que se produce ese acto íntimo entre el homenaje y el objeto de recuerdo.  Las víctimas evocadas por Martel, desaparecieron de la historia oficial “como les ha sucedido siempre en la Argentina a las personas que tienen la arrogancia de existir demasiado” (84), pero cobraban presencia, se hacían memoria en el acto del cantor.    

Buenos Aires, tiene escrito su pasado en la primera plaza de la ciudad, en los mercados, en los centros de detención clandestinos vigentes durante la dictadura, en las calles que han vivido cientos de manifestaciones populares, en sus construcciones, en el cafetín, el burdel y el conventillo… 

Pero ¿quién es el cantor de tango?, si asumimos la memoria colectiva como un ejercicio intersubjetivo y colectivo, me arriesgaría a decir que al anónimo y monológico canto de Martel, se opone el acto compartido de Tomás Eloy Martínez: él y ustedes los lectores, son los cantores de tango. 

A manera de epílogo

Recientemente, se produjo una importante sentencia en Argentina, mediante la cual se condenó a 16 personas 16 ex-militares por crímenes de lesa humanidad cometidos en la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), durante la dictadura en Argentina. Entre los condenados se encuentra el denominado “Ángel de la Muerte”. 

La ESMA funcionó como el mayor centro de detención clandestina durante el régimen militar. Se estima que aproximadamente 5,000 personas fueron detenidas, torturadas y desaparecidas en ese complejo y que solo 200 personas sobrevivieron. Muchas de las víctimas, luego de haber sido torturadas, fueron lanzadas desde aviones al Río de la Plata, en los denominados "Vuelos de la Muerte". Hoy la ESMA, está convertida en un Museo de la Memoria, quienes han visitado Buenos Aires recientemente han podido participar de las visitas guiadas. Al lado de las instalaciones, se eleva hoy un condominio muy elegante, el guía no deja de advertir el contraste y mirando el edificio, hace a los turistas la pregunta, saben ustedes ¿cuál fue el propósito de las detenciones masivas, torturas y otro tipo de actos que se practicaron en este centro clandestino de detención?

¿Por qué? Dijo ella.  No hay fin. ¿Cómo se puede saber cuándo es el fin?

Bogotá D.C., 28 de mayo de 2012



[1] Jelin Elizabeth y Longoni Ana (comp.) Escrituras, imágenes y escenarios ante la represión.  Madrid: Siglo XXI Editores, 1969, p. 62.  Citado en:  José Antequera, La memoria como relato emblemático, Bogotá: Taller de edición Rocca, 2011,  p, 37 

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